Alguien se
encarga de vez en cuando de rescatar el argumento de la falta de unidad de los
asturianos como elemento coadyuvante que nos impide “triunfar”. Tal como
acertadamente destacaba el editorial del periódico La Nueva España ayer domingo
“la renovación que necesita la región
nunca provendrá de la componenda, ni de las concesiones a la demagogia, ni de
la bandería partidista, sino del esfuerzo, la integridad y el sacrificio de los
dirigentes”.
El relativismo y la negación de la
realidad –postergando el día del juicio- no lleva a ningún consenso sano. Y con
ello sólo se consiguen acuerdos vacíos y pobres. Los acuerdos fundamentales y
profundos de nuestra vida política democrática están perfectamente asentados,
cuando menos, en los procedimientos que deben ser mínimamente cumplidos. Negar
esto es tanto como abonarse a los postulados de que la transición española está
inconclusa y permanente abierta. Esto hay que desterrarlo por completo, porque
es tanto como sostener que nos falta un acuerdo mínimo ciudadano, una “unidad”
que, en lo fundamental y básico ya existe y que como sostiene el editorial
dominical de La Nueva España exige una “cultura política más ejemplar”.
Ahora bien, destacar ese carácter
fundante y constituyente del acuerdo, como base de la vida política, no permite
inferir que toda la vida política se reduzca al acuerdo, a la “unidad”. El
acuerdo, el pacto, el consenso, la “unidad” es un momento del diálogo, no es ni
su estado ideal, ni su conclusión. Es incompatible defender la unidad
sistemática y a la vez abanderar la fluidez y el dinamismo de la vida humana.
Por ello lo fundamental, lo principal, no es que los interlocutores se pongan
de acuerdo en todo –ni en casi todo, ni siquiera en la mayor parte de los temas-,
sino que respeten –y tengan permanentemente presente- el acuerdo básico,
metapolítico, que hace posible el diálogo, que los convierte en interlocutores,
en conciudadanos.
Y es que debemos de dejar de tratar a
nuestra sociedad como una galera, donde unos reman y otros dirigen. La grandeza
de nuestra sociedad actual estriba es que se mueve gracias a las millones de
decisiones que cada uno de sus miembros toman día a día. Y es ahí donde
encuentra su equilibrio: en que cada uno busca su propio interés llegan a
acuerdos libres con otros, no remando como galeotes al ritmo que marque el
cómitre. La demandada “unidad”, como fin en si mismo, es abono para la pereza
política que deriva en obviar el esfuerzo de justificar la dirección hacia la
que se pretende ir. La insistencia en la “unidad” distrae la obligación de explicar y justificar que políticas
se pretende implementar.
La confrontación es un elemento
ineludible de la vida política. Ante una propuesta determinada, ante un
proyecto, la masa social fácilmente se dividirá entre partidarios y
detractores. Ni los asturianos ni los miembros de ninguna sociedad van a remar
todos en la misma dirección. Apelar a esa situación idílica es una absoluta
perdida de tiempo. Es más, de producirse sería catastrófico.
Que ante una propuesta política aparezcan
partidarios y detractores –o que haya personas que no saben o no contestan, o
los que consideran una tercera o cuarta opción- no debe hacer caer en el error
de denostarlo como apoyo argumental para mantener la pertinencia de la división
entre izquierda y derecha. Todo lo contrario: desde un punto de vista de
reivindicación del espacio político de Centro, este no se construye allanado la
diversidad presente, sino más bien a base de ensanchar y expandir el espacio en
el que nos hemos movido hasta ahora. Un nuevo espacio para dar más juego a los
ciudadanos -que es de lo que se trata- y que obligue a un mayor compromiso para
mejorar el futuro de Asturias, más allá de las aspiraciones a ejercer de
cómitre de la unidad.
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