Cada
inicio de un proceso electoral, cuyo primer capítulo suele ser la selección de candidatos, es abierto
indefectiblemente con el discurso “los mejores” y la manida referencia a Ortega y Gasset, como si introduciendo en
el discurso la referencia a nuestra gloriosa generación del catorce, bastase para
investir de infalibilidad lo que se pregona. Hacerlo así lleva a caer, con Ortega, en
tres grandes vicios: confundir los problemas, compararlos con
referencias irreales y agregarlos en términos inmanejables.
Apelando
al discurso de “los
mejores” se
invierte la lógica;
porque además de
no realizarse un proceso de selección con criterios objetivos y democráticos (esos “mejores” son elegidos por unos pocos
elegidos por otros menos) a continuación, se les califica de «mejores». Es decir, los elegidos no lo son por ser los mejores,
sino que son los mejores por ser los elegidos.
Pero además nunca se explica en qué son los mejores, o
simplemente se establecen referencias irreales o asociadas a un gran currículo académico. Las cualidades
necesarias para que el político logre sus objetivos puede que ni aparezcan en su currículo, pero son, en cambio, las
que definirán su éxito político: el afán reformador, la lealtad a sus
principios y valores, su carácter para afrontar críticas y su capacidad para explicar sus decisiones. Y estas
cualidades solo pueden evidenciarse mediante procesos de elección democrática, no compareciendo ante un
sanedrín.
La política es fundamentalmente una
cuestión de
confrontación, no
exclusivamente de gestión. Investir a un candidato como “el mejor” nada más ser designado, da a entender
que se les sitúa por
encima de la contienda política bajo una visión fundamentalmente tecnocrática. Pero no hay que olvidar
que los debates políticos no los gana quien tiene razón, sino aquel que logra que se
la den dando la batalla de las ideas, justificando sus actos y criticando al
contrario. En esta senda, a los mejores no los encontraremos en oscuros
despachos, ni en modernos casting más propios de los ‘talent show’; sino estableciendo procesos democráticos de elección de candidatos, donde se
confronten los diferentes perfiles y donde sea la elección democrática de todos (y no de unos
pocos) quien incentive que los candidatos tengan que demostrar su capacidad
para emprender y llevar a buen término reformas.
Poca, o
ninguna, ambición
colectiva puede alcanzarse cuando la elección de los candidatos a los
procesos electorales se basa en que los afiliados a un partido tengan el
sagrado privilegio de ovacionar y votar a los candidatos que otros han elegido.
Por ello la formula para conjugar la elección de los candidatos con
mejores virtudes -que no son sus conocimientos ni su curriculum, sino su
capacidad para tomar decisiones difíciles y prevalecer para cumplir los objetivos políticos- y generar una ambición colectiva, es que los
afiliados de base de los partidos tengan el protagonismo, que las cualidades
que lleven a un candidato a ser elegido –en unas primarias- sean las que decidan los afiliados que
fuesen, con dos fundamentales ventajas: si algún candidato tuviese algo que
esconder, esto se sabría durante la celebración de las primarias (y no durante la elección o, aún peor, una vez elegido); y
permitiría que
demostrasen sus cualidades personales,
demostrando –desarrollando su capacidad de comunicación- que es capaz de ganar unas
elecciones y realizando el rodaje necesario para la batalla electoral
posterior.
La
arrogancia es un fatal defecto humano, que desgraciadamente en política se evidencia con mayor
fuerza. Un político
debería de
ser calificado como “el mejor” cuando finaliza el ejercicio de su cargo público, y no antes. Cuando un
político
se sabe necesitado de demostrar cada día que no lo tiene todo hecho, que debe explicaciones
constantes ante quien le elige, y que este le premiará o sancionara con su voto, es
cuando la calidad de la representación política eleva su calidad.
El nuevo
tiempo en la política
exige unos partidos políticos más abiertos en los que cualquier ciudadano pueda integrarse
libremente y participar activamente, tanto en su funcionamiento interno cuanto
en la elección de
sus cargos internos y candidaturas a cargos electos; mediante procedimientos
claros, transparentes y libres de obstáculos y de cualquier vestigio de arbitrariedad y
resistencia, que imposibiliten constituir alternativa de personas e ideas
distintas a las de quienes ocupan su dirección. Interpretar todo esto
ejecutando un proceso de selección similar a un casting televisivo, es evidenciar no haber
entendido nada de lo que ha pasado y que los partidos están para representar a los demás, no a ellos mismos.
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