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21 de marzo de 2014

A vueltas con el sueldo y número de diputados


Como consecuencia de la triple crisis  en la que estamos inmersos –económica, política e institucional-, se ha asentado la idea de que en España sobran políticos, y se ha conjugado con una reacción negativa sobre sus sueldos. La tentación de sucumbir ante esta ofensiva populista debe ser muy bien atemperada, para no ceder frente a –en palabras de Antoni Gutiérrez-Rubí- “una alianza de facto entre los que no quieren más política y los que sólo quieren una política”.El debate sobre los sueldos de los políticos no es nuevo ni reciente. En este mismo blog ya tuve ocasión de escribir sobre el por qué un político debe tener sueldo. Mucho antes –en 1809- y con más erudición, Álvaro Flórez Estrada, redactando un proyecto de Constitución, más radical que el que luego aprobaron las Cortes de Cádiz, vaciló –al tratar representación política- entre la participación general para la elección de diputados a Cortes, y la restricción de que los “los vocales de los congresos provinciales no disfrutan de sueldo alguno. Por este medio se logrará, sin chocar con ninguna clase, que no sean elegidos los que no tienen propiedad, y de esto mismo deben resultar otros muchos beneficios a las costumbres que sería largo señalar”. Esta postura, sin embargo, fue corregida en su discurso de 1811, proyectado para ser leído en la sesión de apertura de las Cortes, en el que insistía en la participación y representación universales.

Que la dedicación a la política sea una cuestión de vocación –lo cual no es malo- no debe asentarse sobre el principio de que dada esa naturaleza, los que la ejercen deben dar ejemplo cobrando poco para ennoblecer el oficio y hacerlo de interés público. Es evidente que para alcanzar esos loables objetivos el camino es bien distinto. Porque las decisiones políticas no están relacionadas con el nivel de sueldo del diputado, sino con que su productividad pueda ser medida y evaluada, pueda ser puesta en una balanza contable lo que cuestan y el beneficio que reportan y -como consecuencia de ello- se le premie o castigue. Un político es un asalariado con dinero público y como tal debe ser tratado. Estoy a favor de contener los ingresos de los políticos, en tanto que con ello se contiene el poder del Estado. Pero también estoy a favor en que su retribución sea única, transparente, suficiente y exclusiva dado el poder que asume, la repercusión de sus decisiones y la posibilidad de que tome estas motivadas por causas ajenas a su propio cometido de representación. En resumen: minimizar el incentivo que atrae a la política gente ambiciosa de riqueza y de la dignidad que le otorga el cargo. Empero, los datos evidencian que sus salarios se encuentran en la franja baja de lo que se paga en las democracias europeas.


De igual modo, tanto en el ámbito estatal como el autonómico, las cámaras españolas son relativamente pequeñas en términos parlamentarios y están muy lejos de la conocida formula de los politólogos Rein Taagepera y Matthew Shugart para determinar la cifra de los representantes camerales, de la que no pocos países se valen: calcular la raíz cúbica de la población. Su estudio -que data de 1989- analizó las asambleas de 105 países y encontró una relación empírica entre ambas variables. La base teórica de la relación parte de un 'feedback communications model of politics' donde se asume que el diputado se comunica verticalmente con el electorado que lo eligió y horizontalmente con otros legisladores dentro de la asamblea a la que pertenece.

En este escenario la comunicación es una de las funciones más importantes de un diputado. Por medio de la comunicación con el electorado, el parlamentario lleva a cabo la tarea de representación, y mediante la comunicación con otros diputados trabaja en la de legislador. El tamaño de la asamblea afecta la capacidad de los diputados para comunicarse entre ellos o con el electorado. Una asamblea grande reduce la comunicación entre diputados y favorece la comunicación con el electorado y viceversa. En ese sentido, se necesita una asamblea con suficientes diputados para maximizar los canales de comunicación y tener un balance entre las distintas tareas como es la representación y la legislación.

Se puede argumentar -no sin razón- que los diputados no se comunican, ni con el electorado ni con sus pares y que, por lo tanto, huelga el modelo o incluso -llegando más lejos- la propia asamblea. 'Fair enough' contestaría un yankee. Quizá en vez de prestar atención a que los diputados no hacen nada, debiéramos analizar por qué no están abiertos esos canales de comunicación y por qué los diputados no cumplen con su tarea.

Por ello, el debate tiene que trascender más allá que la simple discusión sobre el costo monetario a corto plazo que significa mantener los parlamentos. Es una cuestión de regeneración democrática, de procesos de selección de selección de candidatos, de replantear los partidos políticos -modernizando sus métodos de captación, transformando su organización y sus actividades, reforzando su atractivo- para que sean más dignos de las sociedades que desean Gobernar. De ahí -como señala Moises Naím en su reciente libro 'El fin del poder'- parte la necesidad de partidos políticos más fuertes, más modernos y más democráticos, que estimulen y faciliten la participación real de los ciudadanos en el proceso político, creando nuevos mecanismos de gobernanza real. Se trata -en definitiva- de acercarnos a los ciudadanos para que ellos no se alejen de nosotros.

18 de marzo de 2014

Reforma fiscal, año cero

El 'Informe de la Comisión de Expertos para la reforma del sistema tributario español', presentado el pasado jueves, debería haber sido el punto de partida para acometer la profunda e imprenscindible reforma que las cuentas públicas de España, de la cual pende el afianzamiento de de los débiles datos que actualmente apuntan a la recuperación económica. Desgraciadamente, la lectura de las casi 500 páginas del llamado Informe Lagares no permite atisbar una base mínimamente sólida donde anclar una salida sostenida a esta crisis, aplicando las enseñanzas extraidas de las causas que dieron lugar a ella que, como el recientemente fallecido David Taguas apunta en su libro 'Cuatro Bodas y un Funeral', son: nuestro apego al gasto público, nuestra excesiva ponderación del presente en la elección intertemporal entre cosumo y ahorro, nuestra creencia en que debe mantenerse siempre y en cualquier circunstancia el poder adquisitivo de los trabajadores y -por último- la excesiva dependencia del crédito. De ninguna de las 125 propuestas contenidas en el documento, se puede deducir que se hayan elaborado con la visión de paliar la fuerte deuda externa y el insoportable nivel de desempleo que no deja de rondar el 26%.

Al margen de alabar medidas concretas -como la necesaria eliminación de la tributación por el sistema de módulos en el IRPF o del Impuesto sobre el Patrimonio-, de no compartir otras -como el incentivo de la financiación empresarial en el Impuesto de Sociedades vía deducción a la capitalización, en detrimento del endeudamiento, en lugar de hacer deducibles los dividendos y la capitalización de reservas-, de criticar abiertamente otras -como la propuesta de exprimir la vivienda a través de un nuevo IBI y el IRPF, pretendiendo seguir sacando jugo de los frutos de la burbuja inmobiliaria- o de no detectar graves ausencias en cuestiones previas a la implementación de otras -como la progresividad en frio, es decir, los impuestos que pagamos fruto de la inflación, con una tarifa del IRPF sin deflactar desde 2008-; al margen de todo ello, las propuestas del Informe Lagares deberían haber partido de que, como dijo el Presidente Aznar en el año 2000 "no se trata de bajar el IRPF para subir un impuesto indirecto, sino para que la economía crezca sobre bases sanas". Todo lo contrario, esta propuesta de reforma fiscal parte del error de justificar el gasto para justificar la recaudación. Las propias declaraciones de los expertos no han dejado lugar a dudas sobre ello: presumen de su efecto recaudatorio neutro. Hay que reconocer el carácter integral del informe. En palabras del propio Lagares: no se ha dejado titere con cabeza ni impuesto que evaluar. Pero esa labor se antoja valdía cuando ni tan siquiera se evalúala correlación entre consumo de servicios públicos y pagos, ni se propone ni una sola medida para mejorarla.

Si resulta incompresible que el mismo Manuel Lagares que encabeza este grupo de expertos, encabezara el grupo de expertos que redactó la reforma fiscal de 1998 -aunque es cierto que no hay recetas infalibles para tiempos y problemas heterogéneos-; lo es aún más que se justifique que el eje de la reforma es prácticamente idéntico al que desde hace años vienen marcando a España los organismos internacionales. La realidad es que, al margen a las condiciones marcadas en el Memorando de Entendimiento sobre Condiciones de Política Sectorial Financiera firmado en 2012 (la famosa ayuda a la banca)España unicamente está condicionada por un sistema de recomendaciones a las que someterse mientras el Banco Central Europeo interviene permanentemente los mercados para que las primas de riesgo no se disparen. La Unión Económica y Monetaria sigue cojenado por la falta de desarrollo de la unión bancaria y fiscal. Europa sigue careciendo de una Autoridad fiscal única, en el seno de la cual los socios europeos pacten cualquier expansión o reducción del gasto público o subidas y bajadas de impuestos, de modo que la actuación ante la crisis sea unanime y sus efectos más amplios que si lo hiciese cada gobierno de forma aislada. La verdadera condicionalidad, en cambio, vendrá con la asunción por parte del BCE -a finales de 2014- del papel de supervisor de las entidades financieras, que traerá aparejado una más que previsible limitación sobre la tenencia de la deuda pública española. Ese escenario requiere estabilizar la deuda pública y romper el circulo vicioso de la deuda soberana y la solvencia bancaria. Por eso la reforma fiscal no puede tener un efecto recaudatorio neutro. Por eso no puede limitarse maximizar la recaudación y minimizar la reducción de gasto, cuanto este se encuentra siete puntos por encima de los ingresos.

Tampoco puede proponerse una armonización fiscal de los impuestos autonómicos al alza, que sólo fomenta el despilfarro, cuando lo que debe fomentarse es la responsabilidad fiscal de las Comunidades Autónomas para que -como los Ayuntamientos y el Estado- sean vistos como recaudadores y sus decisiones sobre ingresos y gasto, tengan costes políticos, desterrando el victimismo que con tanta fruición cultivan algunos -con innegable rédito electoral- y dejen de repartirse el dinero público como una tarta. Porque lo más inquientante es la sensación de que esa homogeneización fiscal sea más para contentar las reivindicaciones de ciertas comunidades autónomas, quejosas de su insuficiencia de fondos, antes que para beneficiar al contribuyente.

Una propuesta de reforma fiscal que no identifica las principales necesidades del país y el volumen de recursos necesarios para hacer frente a los retos de futuro, es una propuesta incompleta. Porque más allá de los discursos sobre la baja eficiencia del sistema fiscal español, del escaso poder recaudatorio del catálogo de impuestos o del falaz discurso de la presión fiscal -cuando lo que debe tenerse en cuenta es el esfuerzo fiscal que están soportando familias y empresas-, lo cierto es que el actual nivel de gasto público atenta contra cualquier asignación racional de recursos y se antoja insostenible para la capacidad productiva de España. 

Sentada esta premisa, debemos plantearnos la necesidad de propiciar un cambio de nuestra propia economía, para reforzar sus potencialidades y eliminar sus lastres, incentivando lo bueno y penalizando lo malo, transformando nuestro sistema fiscal. Debemos dejar de empeñarnos en seguir aplicando impuestos sobre aquellas actividades que generan mayor valor social, dejar de castigar los salarios de los trabajadores y a las empresas que desarrollan actividades que aumentan el bienestar, y dejarnos de premiar a aquellos que contaminan o destruyen el capital ecológico. Es el único camino para aumentar de forma estable nuestra competitividad, poniendo en marcha las transformaciones y las inversiones tecnológicas necesarias para operar con mayor eficiencia de costes y mediambiental. Pero nada de ello será posible sin un aumento del ahorro de familias y empresas, cuya única vía de consecución pasa por la reducción del esfuerzo fiscal. Y para que esa reducción pueda ser apoyada por mercados e instituciones, es imprescindible la reducción del tamaño del sector público.
 

3 de marzo de 2014

La sanidad asturiana. No, no es un problema de financiación... ni de envejecimiento

El Gobierno de Asturias va estos días de descubrimiento en descubrimiento. Al "gran hallazgo" de que tenemos un problema demográfico, se une ahora la constatación de que nuestra sanidad tiene que atender a una población más envejecida, lo que supone un incremento de los costes que son necesarios cubrir. Estas "hallazgos" sirven a la Consejera de Hacienda para afirmar -con desparpajo y elocuencia- que los recursos que reciben las autonomías "son insuficientes para financiar las necesidades del gasto". En base a ello -a través de un documento que no es público, ¡viva la transparencia!-, acusando al modelo actual de una aportación decreciente de recursos que provoca la insuficiencia financiera, aspiran a que la reforma de la financiación autonómica suponga más recursos para las comunidades.

Esta deriva populista no es sino el resultado de un sistema de financiación -y de sus gestores al frente- que da por hecho la condición ilimitada del dinero, jalonado todo ello con la afirmación de "no tenemos un problema de gastos sino de ingresos", para seguir en en lo mismo: que el punto de partida de la financiación autonómica sean las necesidades autonómicas y no la responsabilidad fiscal de recaudar lo que se gasta, y dar explicaciones por ello. Por eso, poco le importa al Gobierno de Asturias que el gasto público per cápita  de la región supere en un 42% al de Murcia, pese a que el PIB de esta última es un 12% inferior al de la primera. Tampoco parece importarle que desde el año 2003 el gasto público el Estado haya crecido 180.000 millones de euros, que jamas España haya recaudado más de 413.000 millones de anuales o que estemos gastando 60.000 millones por encima de los ingresos fiscales de la época de la burbuja. ¿De donde propone la señora Consejera que salga la mayor financiación -o simplemente mantener la actual- que reclama? ¿De más impuestos o de mayor deuda?.

Los socialistas asturianos -en su empecinada postura de acrecentar los daños provocados por el sistema de finaciación actual- niegan dos evidencias fundamentales: 1) que las comunidades autónomas van a tener que reducir mucho más sus gastos porque siguen gastando más de lo que ingresan y 2) que los problemas de los costes de la sanidad vienen de mucho antes de que nuestra población envejeciera. Los malos resultados de ahora son consecuencia de decisiones que se tomaron hace tiempo, de plantear la discusión en el eje público/privado -y no desde la perpectiva buenos/malos resultados-. de no centrarse en el "tiene que funcionar, sea público o privado", de mantener el modelo actual de asistencia, basado en repetidas visitas a la consulta médica -mayoritariamente presenciales- que es insostenible -aparte de incómodo y poco efectivo-, de no controlar productividades... y de redactar contratos-programa cuyos objetivos distaban mucho de perseguir esto fines. Y ahora, los responsables de esas decisiones se agarran a las necesidades de la población de mayor edad para denunciar la insuficiencia de los recursos. No, no son insuficientes: están mal gestionados y asignados. ¿Para que necesitamos un Servicio de Salud y una Consejería de Sanidad? ¿En que calamitosa situación se encuentran actualmente las listas de espera?

Pero el mayor deficit está en que nadie aborda la necesidad de que nos eduquemos en la responsabilidad individual. Con el caracter social que se quiera, pero como base de un sistema donde las responsabilidades sean identificables y cuantificables. Que sean las decisiones del ciudadano las que determinen la calidad y existencia de los centros públicos -mediante el sistema de area única y libertad de elección-. Ese debe ser el paso que lleve a que la Administración cambie sus prioridades, y que se centre en regular la provisión de los servicios, y no tanto en proveeerlos directamente. Esto reducirá su tamaño, permitirá concentrar funciones y concetrar el gasto en los que realmente lo necesitan en nombre de la responsabiliad, no siguiendo incrementando la cuenta del gasto en nombre de las 'necesidades regionales', que pese a que pretende que sean lo mismo, no lo son, ni mucho menos. Y es que, como reflejaba ayer la editorial de La Nueva España titulada El cambio que Asturias necesita, debemos dejar de lamentarnos y preguntarnos cuanto dinero va a recibir Asturias de esta o aquella administración, para empezar a preguntarse cuanta riqueza puede general la región con su inteligencia y capital humano. Porque la properida de una región no se deriva del reparto de fondos públicos, sino de la generación de fondos privados.